Lo maté por pinche lacra

Francisco Robledo

Porque era bien hartozo. Siempre tuve ganas de hacerlo y nunca creí que lo haría. Si supieras, o yo, cuántas veces adrede lo soñé de infinitas maneras torturado hasta que sonriendo me quedaba en paz dormido. No lo aguantaba, lo juro. Si estaba en la esquina con los compas, el vato llegaba, me tumbaba la cachucha pegándole a la vicera para que se me fuera rodando por la espalda. Todos los compas lo festejaban abucheando. Me hagachaba por la gorra y me daba una patada en el culo. No me la daba quedo ni en las nalgas, me reventaba un buen patadón que hasta me ardía. Emperrado no le decía nada porque luego luego me la hacía de pedo acá, feroz el vato.

– Qué hijo de su pinche madre. Peguese un tiro.

En corto levantaba guardia con los puños amenazantes. Esos puños de piedra negra que tanto y tan bien conoció mi piel hecha moretones. Me los enseñaba, los chocaba contra sí y tiraba el un dos para escamarme y yo hacía lo posible por aguantar y quedar firme como el soldado en el barrio bajo el sol que somos todos los Kyfuris baby. Al ver que no reaccionaba, me daba mi cachetadón bien macizo que hacía toda la banda explotara en carcajadas y burlas. Estaba hasta la madre, neta, por eso lo maté. Imagina sentarte a la mesa a la hora de comer, frente a un plato de reluciente caldo de pollo. Entonces sentía el escalofrío recorrer mi espalda seguido de una sombra proyectada en la mesa. Hay alguien tras de mí, seguido un espeso gargajo cae en mi plato mezclándose al instante su color verdusco con mi sopa. Es por ello que odio algunos guisos. No los puedo comer porque siempre el vato haciendo sus mamadas y todavía me acuerdo y pienso que lo que como son sus pedos o sus escupitajos.

Estaba loco, al chile. Nunca cambió e igual mis papás nunca hicieron nada porque lo hiciera. Mi jefe es bien pedote. Le dicen El Bagira. Se pegaba un tiro bien chulo. Si se la hacías de a pedo, de un vergazo te sembraba, o hasta te andaba partiendo en dos, como se quedó la leyenda entre los teporochos. Ahora ya no es tan rudo, no desde que salí del penal. Las preocupaciones acaban peor que un vicio, y eso lo sabe mi papá, que ya no derriba ni a los malandros más puñetas del barrio. Aún así lo respetan y no le hacen nada. Es contratista de albañil y a toda la raza le da jale. También si lo agarras pedo y le haces la llorona de que andas bien jodido, no duda en sacar un billete para que te alivianes.

En el cantón nunca nos preocupamos por el varo. Mi madre menos, que se la pasaba jugando lotería con las vecinas. Esa era su actividad desde que recuerdo. En ese entonces me llevaba a las jugadas a unas casas de la nuestra. A mi hermano lo dejaba haciendo sabe Dios qué. Me recuerdo corriendo debajo de aquellas largas mesas donde mamá y un montón de señoras que se le parecían ponían sus tablas de lotería y los kilos y kilos de fichas que luego yo les recogía del piso porque era común que se cayerán. A veces corriendo debajo de las mesas, con otros niños, eramos reprendidos a nalgadas porque nunca faltó que pisaramos los pies en chanclas de alguna señora gorda que chillaba peor que puerco, o que con la cabeza pegábamos a la mesa y les moviamos las fichas ya puestas, eso era lo peor. Recuerdo a la que ganaba cada partida, le daban despensa o dinero. Regresábamos a casa, yo con una paleta de la mano de mamá, victoriosa con una enorme bosla llena de alimentos de la canasta básica. Más contenta y yo con paleta cuando ella llegaba a casa y aventaba sus ganancias a la mesa, donde papá veía el dinero con indiferencia y algo de celo. Aguas cuando no ganaba ni lo uno ni lo otro. Sabía que todo el camino de regreso mamá estraría molestando, regañándome que me enderece, que no arrastre los zapatos y amenazando que jamás me volvería a comprar paleta. A parte de los pellizcones y los jalones de pelos. Me entregaba a papá hecho llanto. Él con sus manos de albañil me cargaba y era la manera de secar mi sufrimiento entre tanta rugosidad.  Duró algunos años esa rutina del juego en la cochera de casa de una de las vecinas de aquella colonia despavimentada donde pasé gran parte de la infancia.

Un día, mientras daban las cartas, aparece un escuadrón de policía. Se hizo la trifulca. Yo con los mocos desde fuera en una esquina junto a otros niños, vimos a nuestras mamás poco proecupadas por nosostros pero no por los alimentos ya ganados, que resguardaban como si fuera el mismo cáliz. Cuando se dieron cuenta que no las dejarían en paz, se hicieron los chingazos. Señoras contra chotas. Chanclazos, cachetadones, tumbaron y arrastraron a agluna y la despensa destripada entre chanclas y botines. A mi madre fue a la primera que esposaron, siendo la más gorda, era la de los manazos más pesados en la cabeza de aquellos morenos gordos y uniformados más negros de la piel que el uniforme de policía municipal.

Recuerdo llenaron varias cajuelas de patrullas porque se llevaron a todas. Cada uno de los niños que nos quedamos, huérfanos momentáneamente, nos fuimos a nuestras casas aún riendo y rememorando el desmadre. Lo mejor que pudimos hacer por aquellos tiempos era formar una pandilla y largarnos a trotar mundo. No lo hicimos porque eramos muy estúpidos. Unos infantes de a lo mucho ocho años. Cuando llegué a casa, mi padre estaba borracho en la cochera, sin playera, enseñando su piel de hipopótamo fusionada con cocodrilo. En la mecedora, con la bocina a madres, cantaba una de Los Temerarios. Le dije lo que pasó. Le bajó a su voz y a la bocina. Se me quedó mirando, escupe y retoma. “Le dije que se iba a meter en problemas por andar apostando. Yo no voy a ir a sacarla. No te preocupes, mijo, así aprenderá. Aquí la veremos en dos días ¿Tienes hambre?”

Así pasó. Después de 36 horas de arresto, mi madre estaba atacando el portón de la casa con la furia de una criminal que pide salga su víctima para arrancarle de tajo la cabeza. Ese era mi padre, que no duda en aceptar el reto de todos los reproches que mi mamá ya le echaba en medio de la calle. Asistieron todas las vecinas, pues por todas habían ido sus esposos. Sólo mámá y un par de señoras sin marido fueron las que se quedaron a vivir en los separos dos días, mismas que no estaban en el arguende de mamá recién liberada, pues no tenían a quién reclamar, pero mi madre, con motivos de sobra, quebró todas las ventanas de la casa. Las peleas a pedradas por aquel entonces estaban a la orden del día. Con eso de que la calle no estaba pavimentada, el piso era un arsenal de armamento con el que mi madre argumentó su destrozó la casa.

Maté a mi carnal un día como hoy pero de hace tres años. Yo andaba pisteando con los compas, bien fumado de cristal. Paniqueado, veo a mi carnal bien pedo bajarse de un taxi. Era una especie de alma de la fiesta. Al verlo, la banda se emocionó. Sabía que me iba a hartar. Lo primero que hizo fue quitarme la michelada y le dio un trago que disfrutó, para al final decirme que sabía bien culera. Me da mi vaso vacío y me tumba la cachucha. Está vez no cayó al suelo, sino que se la pone.

-¿Presta, no?

En eso voltea con la banda para confirmarles que se le veía mejor a él y cuando regresa conmigo para que lo corrobore, ya tenía yo en la mano el cuchillo con el que partimos los limones de las micheladas. Juro que lo maté sin darme cuenta. A pesar de que ya lo había imaginado hasta el éxtasis, nunca pensé que sí lo haría, y lo hice, y ahora vivo en paz. Duermo como ángelito sin remordimiento de pinches nada. Lo tuve de frente y de un movimiento que no esperaba, por eso no pudo esquivar, le regalé el chuchillo plantado hasta el mango en el mero corazón. Una puñalada limpia y certera que hizo correr a todos mis compas del que no quedó ni uno. Mi carnal murió al instante, en el piso, con los ojos abiertos. Seguro ni cuenta se dio de que se murió. Tampoco le dolió, es lo que más coraje me da. La chota llegó en corto y me dieron una calentada. Estuve en cana por homicidio culposo. Iba catorce años pero mi jefe se movió. Juntó lana y armó con sus abogados encontrar una solución. Mi madre lo dejó y dice que me tiene miedo, no la he vuelto a ver. Gracias a mi papá y a su dinero pude salir en tres años. Tres años que me la llevé bien recio. Uno completo en celda de castigo. Esa mide tres metros por uno. Sólo cabe el catre y el cagadero. Me pegué varios tiros, unos los perdí, otros gané. Que por un cigarro, que alguien anda erizo, que te le quedaste viendo a su joto, que no aguantan en el juego. Se armó y aprendí a moverme en corto. Sabía dónde y con quién se conecta, cuánto te dan. Me hice de confianza de unos pesados. Junto a ellos y el encargado del taller de carpintería, mi estancia la pasé tranquilo. Adentro está bien culero. Todo huele a sudor. Es oscuro y la comida apesta. Hay que traer lana o comes desperdicios. Los cigarros valen oro y no se te ocurra pedir nunca uno sin antes haber echo un favor. Tampco pidas coca ni café. No pidas nada si antes no has ofrendado. A veces me tenían cuidando la capilla de la Santa Muerte. Es mucho compromiso porque la gente va y le pone dulces, pistos, cigarros, y los que no son creyentes andan siempre bien sobres de las ofrendas en el altar. El pedo es que si por andar a la pendeja los culeros se roban algo, te dan unos tablazos y tienes que ganarte la confianza desde el principio, cosa que cuesta mucho. Una vez gané siete mil pesos en el póquer, pero otro día perdí la misma cantidad en el ajedrez. Se gana y se pierde mucha lana. Lo más loco que me pasó fue un día en la mañana que desperté, estaba un tipo colgado en la celda de enfrente. Creo que fui el primero que lo vio ondulando en un cable durante segundos de silencio, a excepción del cable que hacía un ruido al retorcerce con el girar del cuerpo. Gritos y supe que ya los demás se habían dado cuenta, hasta el compañero del ahorcado. Se hizo un desmadre ininteligible y golpes a los barrotes de las celdas. Entran los celadores macaneando. La rutina es que sacan el cuerpo, al compañero de celda lo investigan y lo dejan meses en la de castigo. A todos nos ponen en fila, uno esposado de la mano de otro. Revisan celdas y sólo descubren que fue suicidio. Cuando en las mañanas aparece un ahorcado y nadie hace escándalo, es porque fue un trabajo interno. Lo suicidaron, se dice. En el periódico, si es que sale, lo ponen como suicidio. No catean, no esposan. Parece un día normal pero con uno menos entre el montón.

La neta, en el gallinero, que es el patio de la cárcel, cuando estamos ahí ya nadie toma en cuenta el pedazo de cielo que nos toca, que hasta nejo se ve. Mira, no mames, me siento eterno, inmortal, estoy libre y puedo ir a donde quiera. No hay límites.

Los que menos sufren dentro de cana son los junior’s, o los evasores de impuestos. Esa gente maneja mucha lana. En la cárcel hay clacismo. El desmadre de las peleas, los robos, el asesinato lo padecemos el barrio, los ricos son intocables. Pagan por protección, tienen la mejor comida, tele, refigerador, pueden pintar su celda y traen ropa de la más chida. Salen en corto por más culero que sea lo que hayan echo que los mandó a cana. La mayoría se hacían mis compas, yo les conectaba. Son culos y no se saben mover, entonces me buscaban y me encargaban piedra o mota. Me daban quinientos varos y yo iba y le conectaba a mis amigos. Conectaba los quinientos en surtido; piedra, cristal, mota, y se lo repartía primero a mis compas y las sobras las llevaba a los junior’s, que muy pocas veces se quejaron de que los ericiara. Al contrario y me daban cien varos y hasta me invitaban el toque, me regalaban ropa, cigarros, me pichaban si me veían en la tienda.

El que se hizo muy compa es el Maestro. Un morro que daba clases de guitarra eléctrica. Está bien prendido y es bien locote. La neta nadie se la hacía de pedo. Siempre con playeras negras de rocker. Ese wey mató a su tía y la enterró debajo de su cama. Era el crimen perfecto, de no ser porque un “amigo” lo delató. Le dieron libertad condicional con la única opción de que se fuera de la ciudad, claro, después de que sus papás aflojaron una lanota. No lo aceptó y andaba haciendo lo que quería. Lo torcieron las feministas, acá como si nada en la calle y lo volvieron a entambar. Te digo, en estos días le llevo al Maestro una caja de cigarros.

Ya sé, tenía tres años sin verte, pero no me desaparecí así como así. Estaba en cana, ya sabes. Ahora en el barrio los morros me tienen miedo, aunque se juntan conmigo. Me dan ganas de mazapanearlos, o plantarles un patín en el culo, pero ne, ya para qué. No digas que maté a mi carnal. Nomás en el barrio saben, y los que leyeron la noticia, aunque ni me conocen. Si me preguntan por qué caí a cana, siempre digo que me atoraron con droga. Ahora tengo una morrita bien chula, es cholita y está embarazada. Cuando nazca el morro, le voy a poner el nombre de mi carnal.

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